Mi pequeña cámara me ha traicionado. Acariciando el desierto, allá donde Mongolia Interior se pierde en llanuras inabarcables, le ha entrado el frío y se ha echado a temblar. Así es como me encuentro de nuevo en Yinchuan, ciudad que está lejos de merecer semejante calificativo, haciendo tiempo para coger el tren de regreso a casa.
De la espera en cualquier estación de tren china podría escribirse una tesis. Claro que, por el momento, mi supuesta tesis es todo preguntas, y casi ninguna respuesta. ¿Qué son todas esas cosas con las que acarrean los chinos de acá para allá? Si en los viajes diarios en metro abundan las híper resistentes bolsas de capacidad intransportable, en largos recorridos se suman a ellas cajas sujetas con cintas de colores, maletas de diversos tamaños, bolsas de plástico mal atadas rebosantes de comida, y lo que en mayor medida despierta mi curiosidad: ¡cubos!
Podría pasarme horas observando a la gente. Corrijo. No me queda otra que pasarme horas observando a la gente. No son ni las once. El tren a Pekín sale a las 00:43.
Una chica sale del lavabo secándose la cara con una toalla. Por mi derecha, sonrisa de oreja a oreja, se aproxima un señor que se sienta a mi izquierda. Sin parecer conocer los detalles de la palabra "privacidad", mete las narices entre mi cara y el cuaderno en el que escribo, intentando descubrir qué es lo que me mantiene tan ocupada. En frente un señor toquetea su móvil con la mano derecha al tiempo que la izquierda hace lo suyo con su nariz. Desafiando las leyes de la lógica, una chica se dirige al baño secándose la cara. El señor que se había sentado a mi lado, en respuesta al poco interés que muestro por él, se dirige al niño que tiene a su espalda. Este, viendo peligrar su momento musical privado, hace caso omiso de su intensa mirada.
Tengo ganas de ir al baño, pero el olor furibundo que de él emana me disuade. Por lo pronto, y para no ser víctima de una intoxicación putrefacta, cambio de asiento.
Hay quienes dormitan apoyados de medio lado sobre el asiento; los hay que aprovechan el cariño de su pareja para descansar sobre ellos; otros buscan confort en su propio equipaje para pasar las horas muertas; los que han llegado con tiempo se tienden largos sin vergüenza alguna ocupando hasta cinco asientos. Los menos afortunados, como el hombre que tengo enfrente, se acurrucan intentando apañarse con dos asientos. En cualquier caso, se trata de un hombre pequeño; diminuto más bien. Sonrisa en cara, y con un tomate que deja al descubierto dos de los dedos de su pie izquierdo, su gorro me dice que pertenece a la etnia Hui. Curioso caso el de estos Hui, de aspecto chino, ojos embaucadores de perfilado negro tizón, y costumbres centro-asiáticas. Como ocurre en otros lugares de China, son minoría en su propia tierra, aunque cualquier rótulo -escrito en chino, mongol, y árabe- parezca indicar lo contrario.
Entre tanto, a mis espaldas, un corrillo de mujeres ha dado comienzo a una sesión de baile. Como no podía ser menos, a voz en grito, un hombre se abre paso entre la gente, sin alterar en gran medida el orden preexistente.
De nuevo un olor. Esta vez no resulta desagradable, pero sí fuera de lugar. La pareja que se acaba de sentar a mi derecha se está dando un banquete de carne fría. A estas horas, mi sentido del olfato no logra distinguir de qué se trata exactamente. Tengo que admitir que me está entrando el sueño. Ya sólo queda una hora de espera.

(Entretenimiento transcrito del cuaderno de viajes que me trajo "la Helen" de su viaje a NY en 2008.)
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